Milford Heaven. 17/06/1938.
El olor a salitre y a gasóleo era mi compañero constante en las noches de la costa galesa. No había lujos en el Leningrado un pesquero artillado. Mi nombre es Thomas, y soy un marinero inglés en una guerra que no era la mía, al menos no directamente. A bordo, sin embargo, la causa de la República Socialista de Milford Haven se sentía tan real como el frío de la cubierta.
Mi misión era clara, aunque descabellada: desembarcar a Santiago Carrillo en la costa de Somerset. La noche era perfecta para ello. El destructor Jose Luis Díez había salido de puerto para atraer la mirada de los espías y de la aviación enemiga. El mar, normalmente un viejo gruñón en esta época del año, estaba en calma, casi como un espejo. Una gruesa manta de nubes nos cubría, un regalo de los cielos para ocultarnos de los ojos de tropas enemigas que solían patrullar por aquí. Sin embargo, en el océano, todo lo que te protege, también te puede traicionar.
Mientras nos acercabamos a la costa, una sombra se perfilaba en la neblina. En un instante, el pitido de la alarma nos sacó de nuestra tranquila aproximación. Los faros del barco alemán se encendieron, y pudimos ver una torpedera de clase Schnellboot, un fantasma del mar que nos había estado acechando. Carrillo, con su maletín en la mano, no dudó. "¡Déjenme en la costa!", chapurreo en inglés mientras se lanzaba al agua. "¡Mi deber es llegar a la orilla!"
Ambos navíos abrieron fuego. Los cañones de nuestro pesquero, soltaron una llamarada y un estruendo ensordecedor. El agua a nuestro alrededor se llenó de salpicaduras y explosiones. Un proyectil alemán impactó en nuestro flanco, dañando la posición del artillero delantero y dejando un rastro de humo negro a su paso. Nosotros, sin embargo, logramos impactar en el puente de mando de la torpedera alemana, que giró bruscamente, como un animal herido, habíamos alcanzado su sistema de navegación, parecía que su timón estaba roto.
Mientras el humo se disipaba, pude ver a Carrillo en la orilla, agitando la mano en señal de despedida. Me sentí aliviado al ver que había llegado a tierra. Los fascistas, con su nave dañada y sin capacidad de maniobra, rompieron el contacto y se perdieron en la niebla. Nosotros, con nuestro barco maltrecho y la sala de máquinas hecha un caos, pusimos rumbo a puerto. La misión estaba cumplida. Volvimos a nuestra base, tocados, pero victoriosos, con la certeza de que habíamos hecho lo correcto.
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