Costa de Somerset, 18/06/1938. Antes del amanecer.
El salitre se pegaba a la piel de Santiago al salir de la helada agua de la costa de Somerset. La niebla lo envolvía, un sudario de humedad que le hacía temblar. Una figura se materializó de la oscuridad. "Nigel Thorne", dijo el hombre, extendiendo la mano. Santiago, con un inglés decente aunque lento, respondió: "Santiago Carrillo. Gracias. Un gran placer conocerle, Camarada Thorne".
Nigel lo condujo por un sendero estrecho hasta una granja de piedra oculta. El calor de la chimenea era un bálsamo, un punto donde secarse. Dentro, los rostros de sus compañeros, iluminados por la lumbre, se encendieron al verlo. Se abrazaron. Santiago, aliviado, dejó en el suelo su maletin.
"Confirmo las sospechas. Un submarino", dijo Nigel, señalando un mapa. "Los pescadores tienen miedo. Dicen que está cerca de la costa".
"Yes", respondió Santiago. Abrió el maletín y sacó unas fotos, las cuales deslizó sobre la mesa. No eran fotos de la estela de un torpedo o de un tibio periscopio, sino de la cubierta de un submarino. Se podía ver un cañón de proa.
"El submarino creemos que está manejando por miembros del B.U.F., y se aprecia un oficial nazi, que suponemos que es asesor"
Nigel se inclinó, con los ojos fijos en las imágenes. "Sí. Esto confirma mi sospecha. Está aquí, escondido en el canal y sabemos donde". La voz de Nigel era grave, pero la emoción era palpable. Era como si un fantasma se hubiera hecho tangible.
De su maletin, Santiago sacó cartuchos de dinamita y unos temporizadores. Nigel los miró, luego miró a Santiago. Lo que había en la mochila de Carrillo, confirmaba la audacia de su misión. Era momento de atacar, pero había que preparar el plan con detenimiento.
Santiago pensó que la guerra no se había quedado en España, sino que los había seguido hasta la tranquila campiña inglesa. La botella de ginebra y el cartón de tabaco eran para el brindis final, para la victoria o para el fracaso.
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