18/06/1938. Fiddignton
La niebla que se aferraba a la carretera de la costa como una tela de araña mojada, densa y fría había empezado a desvanecerse.
El cabo Miller, un hombre de rostro adusto y curtido, lideraba la patrulla de cuatro hombres del Regimiento de Wiltshire. 1938. La paz pendía de un hilo, y cualquier cosa fuera de lo común en esta tranquila campiña era motivo de alerta.
"Ahí están", murmuró Jenkins, señalando un seto junto al camino donde unas cajas de madera estaban apiladas de forma descuidada.
Cerca de las cajas, un hombre alto con una gabardina empapada fumaba nerviosamente, observando el horizonte. Cuando el Miller dio la orden de avanzar, el hombre de la gabardina tiró el cigarrillo al suelo y echó a correr como si el diablo lo persiguiera.
"¡Quieto o disparo!", gritó Miller, pero el hombre desapareció en la muchedumbre antes de que pudieran apuntar. La huida, rápida y decidida, aumentó la tensión en el grupo y el descontento en la población que observaba atónita la escena.
Mientras tanto, otro individuo, intentó deslizarse tras un verja de mimbre cercana.
"¡Smith, a por él!", ordenó Miller.
El soldado Smith, joven y rápido, corrió hacia el sospechoso. Tras un breve forcejeo, Smith inmovilizó al hombre. "Lo tengo, Sargento. Está inmovilizado". El sospechoso, mudo y tembloroso, fue esposado.
Miller se acercó a las cajas. Con cautela, él y Jenkins las abrieron. No estaban vacías. Dentro, cubiertas con trapos sucios y unas viejas herramientas, encontraron un par de granadas de mano de fabricación desconocida. Una prueba contundente de que algo turbio se cocinaba en el canal.
Justo en ese momento, un hombre vestido de clérigo,todo vestido de negro, apareció caminando por el camino, directo hacia las cajas, aparentemente ajeno a todo el revuelo. Parecía un sacerdote que volvía de visitar a un enfermo.
"¡Alto ahí, Padre!", le gritó el Williams.
Pero el sacerdote no se detuvo. En un movimiento inesperado y veloz, el hombre metió la mano bajo su sotana y sacó una pistola Luger. El estampido resonó en la bruma. El soldado Williams cayó al suelo, gritando y agarrándose el hombro.
El falso sacerdote intentó retirarse, pero Miller y Jenkins reaccionaron al instante. Dispararon dos veces. Los disparos impactaron en el torso del hombre, que cayó desplomado sobre la hierba mojada, su sangre esparciéndose a su alrededor como una mancha de tinta.
Mientras Smith atendía al soldado Williams, herido pero vivo, Miller miró al sospechoso detenido y luego hacia el camino por donde había huido el primer hombre. La patrulla había logrado detener a un individuo y neutralizar una amenaza inmediata, pero el reguero de sangre, las granadas y la sensación de que alguien importante había escapado, no contribuían en absoluto a la sensación de seguridad en la brumosa campiña de Somerset.







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